La masacre en Orlando y la Ley del mar y la ola
Por: Fray Nelson Medina
El discurso políticamente correcto, con motivo de la masacre del sábado 11 de junio de 2016 en la ciudad de Orlando, Florida, va más o menos de la siguiente forma:
Estamos frente a un ataque homófobo que demuestra hasta dónde son profundas las raíces de la intolerancia en tantas partes. Mientras enviamos un saludo de condolencia a los heridos y a las familias de las víctimas, debemos asegurarnos de hacer más difícil el acceso a las armas, debemos mejorar nuestros servicios de inteligencia antiterrorista y sobre todo debemos insistir por todos los medios en la construcción de una sociedad incluyente en la que estos actos resulten imposibles. Ello supone inculcar a todos, desde la más temprana edad, el mensaje de la tolerancia hacia todas las orientaciones sexuales, y supone castigar duramente todo discurso homófobo, venga de donde venga, con especial atención a las religiones, y sobre todo al cristianismo.
Tal es el mensaje que, con algunos adornos de más o de menos, han enviado los líderes que el mundo padece actualmente, incluyendo a la reina Isabel II, David Cameron, Francois Hollande, y por supuesto Barack Obama. Las naciones se unen para “pagar tributo,” como si se tratara de héroes, a las víctimas del espantoso crimen que segó sus vidas el pasado 11 de junio. De modo que en la zona exclusiva de Soho, en Londres, se observa con piedad laicizada un minuto de silencio; la torre Eiffel se viste del secuestrado arco iris, en Sidney se celebra un secularizada vigilia por las víctimas, y así sucesivamente.
Por supuesto, la irracionalidad y brutalidad de una matanza semejante están fuera de cuestionamiento. Nada puede justificar un acto de agresión que alcanza a acercarse a lo que se hace con tantos fetos humanos antes de nacer. Se trata de un crimen perpetrado y realizado con frialdad, crueldad y altísima sevicia que despierta indignación, asco y repulsa en todos. Eso está claro.
Quien desee quedarse con la versión políticamente correcta, puede parar aquí su lectura. El que quiera seguir, que lo haga asumiendo el riesgo de leer cosas que le pueden cuestionar.
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Asumo que si Usted siguió leyendo lo hizo bajo su responsabilidad.
Quiero referirme aquí a la teoría del mar y la ola, que con otros nombres puede ser conocida en otras partes. Es una teoría fundamentalmente propia de la estadística, de los resultados aleatorios y de la distribución normal descrita en la “campana de Gauss.” No tiene que ver con homofobias, homofilias o islamismo radical pero ciertamente ayuda a entender los fenómenos de radicalización y su prevención real. Se puede aplicar a las acciones extremas propias del arte, la política o los medios de comunicación, con pocas variantes.
La idea fundamental es esta: si estamos frente a un mar encrespado las crestas de las olas y los “valles” entre las olas alcanzarán distintas alturas, las primeras por encima y las segundas por debajo de lo que sería el mar en calma.
Dos cosas hay que observar aquí:
(1) Cuanto más altas son las olas, más profundos son los valles. Traducido: toda radicalización engendra la radicalización contraria y en cierto modo la alimenta.
(2) Cuanto más agitado esté el mar, mayores serán tanto las olas como los valles entre ellas. Si el mar está excesivamente agitado veremos actos de particular brutalidad y crueldad.
No sabemos en dónde se levantará esa ola gigantesca pero sí sabemos que sucederá.
Sobre esta mínima base teórica uno puede intentar aplicaciones a la realidad social. Pero hay aplicaciones superficiales y aplicaciones más profundas.
Una aplicación superficial es la de la tolerancia “liviana” (light) que considera que todo consiste en que nadie condene a nadie, o que nadie se meta con nadie. El engaño aquí es creer que el lema “viva y deje vivir” aquieta los mares, impide el surgimiento de extremismos, y por consiguiente es un recurso eficaz contra los terroristas.
Lo que no ve la tolerancia light, que es la que tristemente caracteriza cada vez más a la sociedad occidental, es que para hacer aceptable su mensaje estos tolerantes son espantosos dictadores. Por ejemplo: para quitar de en medio al cristianismo, que con su mensaje moral es un obstáculo para la ideología de género, se multiplican los mensajes cristianófobos, con burlas a la Cruz, a la Virgen, o a la Eucaristía.
Otro ejemplo: para inculcar su “tolerancia” en las escuelas, los adalides de esta ideología proponen que los niños y niñas se vean expuestos desde la más tierna edad a las expresiones homosexuales, transexuales y bisexuales, con amplio material gráfico y abiertas invitaciones a pasar de lo teórico a lo práctico (¿recuerdan la escuela en Bélgica que simuló el matrimonio de dos niños varones?).
Otro ejemplo: para predicar esta “tolerancia” hay que encarcelar al Cardenal Cañizares porque se ha atrevido a predicar lo que dice el Nuevo Testamento.
Otro ejemplo: para que la “tolerancia” sea ciudadana, hay que llenar de espectáculos homosexuales y de travestis toda una ciudad, incluyendo barrios residenciales, de modo que los papás que no están de acuerdo con este modo de pensar deben irse de sus casas ese día o dejar que sus hijos vean lo que los papás consideran simplemente burdo, grotesco y vulgar. Pero los sentimientos de esos papás no importan. Estamos imponiendo tolerancia y los que no estén de acuerdo han de ser castigados sin tolerancia alguna.
Uno se da cuenta que la tolerancia “light” de “viva y deje vivir” significa simplemente que un grupo se arroga ser dueño de la verdad y desde su alta cátedra vocifera: vamos a imponer lo que nosotros creemos que debe ser la sociedad y nos burlaremos, humillaremos, señalaremos, amordazaremos, acusaremos y perseguiremos a los que no estén de acuerdo con nosotros.
Es terriblemente decepcionante intentar un diálogo con los detentores de la verdad propia del pensamiento único actual: lo único que se logra es un chorro de insultos, de los cuales los tres más leves y todavía publicables son: Homófobo, inquisidor y medieval. Es lo único que sale de la tolerancia “light.”
Pido entonces que quienes van leyéndome hasta aquí hagan el ejercicio mental de ponerse en la situación descrita en algunos de los ejemplos que he mencionado antes. Suponga… haga el ejercicio de suponer que Usted es un padre de familia que respeta a las personas homosexuales pero no quiere un espectáculo de travestis burlándose de la Pasión de Cristo en frente de su casa. ¿Qué recursos le quedan? La marcha ha sido permitida y aplaudida por la alcaldesa de su ciudad; la policía vigila que nadie impida la marcha; cualquier agresión contra los de la marcha implica arresto; si Usted sale con un cartel contrario, la gente literalmente lo escupe. ¿Qué hace Usted? Pues Usted se traga su rabia, o se va ese día de ahí, o maldice en silencio, y siente que una oleada de impotente ira lo revuelve por dentro. Eso: una oleada de indignación.
Pero su oleada de indignación no produce nada. Usted, Usted en particular, no sale a comprar elementos para fabricar una bomba y estallarla en la próxima marcha del orgullo. Creo que Usted no hace eso. El problema es que como Usted hay muchos otros. Así como son muchas las gotas del mar, así son muchos los que sienten ira en silencio. Un día conversan: con un pariente, con un amigo, con un vecino. Resulta que un día alguien dice: “Habría que hacer algo… ¿qué sigue de aquí? Ya en Canadá legalizaron sexo con animales; ya hay proyectos de ley en Holanda para darle cauce legal a la pedofilia; ¿hasta dónde vamos a llegar?” Pero todavía no sucede nada: si acaso un grupo secreto en Facebook, o algo así.
Sin embargo, ya se ve para dónde va el proceso: a medida que las olas se juntan aleatoriamente, coincidencialmente, inevitablemente, las alturas y las honduras se van haciendo mayores, es cosa de tiempo para que la altura de una de esas olas reviente en una explosión, una masacre, un tiroteo indiscriminado. El proceso descrito sucederá de modo estadísticamente inevitable, sin que importe si estamos hablando del surgimiento del rock, las FARC, el puntillismo, la música de cámara, o las masacres cada vez más frecuentes en Estados Unidos.
De ahí la importancia creciente de una palabra: des-radicalización. Palabra terriblemente ambigua, al llevarla a la práctica, porque para gente como Obama o como los Clinton, o como los miles de la marcha Je suis Charlie Hebdo, significa lo ya descrito: tolerancia light. Que todo quepa. Que aceptemos todo. Que cada uno viva y deje vivir. Que los papás vean entonces cómo el estado les secuestra sus hijos y los hace pensar y vivir en contra de los principios de los mismos papás. ¿En qué lenguaje hay que decir y gritar que eso no funciona, que nunca ha funcionado y que nunca funcionará?
Ya me parece estar escuchando a algunos adversarios de la Iglesia Católica: “Pues ahora que os sabéis minoría, ahora sí habláis de tolerancia, y de respeto a todos. ¿Dónde estaba ese respeto en época de Galileo y de la Inquisición?” Buena pregunta, sobre todo si lleva a que, estudiando historia, uno aclare algunas de las muchas mentiras que se han dicho sobre esos episodios de la historia del cristianismo.
En todo caso, a quien así se expresa habría que replicarle: “Suponiendo que tuvieras razón en el tamaño de tus juicios históricos, que no la tienes, tu gran propuesta ¿cuál es? Predicar una especie de venganza contra el cristianismo para así ayudar a que no haya radicalización en la sociedad?” Cualquiera se da cuenta de lo absurdo de tales venganzas. Y sin embargo, suceden. A mi conocer, España es el país-referencia para tales hechos.
La pregunta subsiste: si la tolerancia light no arregla nada y si la venganza histórica lo empeora todo, ¿en qué ha de consistir una verdadera des-radicalización? Por favor, tómese nota que respuestas elegantes y fáciles como: “respeto por las ideas ajenas;” “hacer cumplir las leyes propias de una sociedad plural” o cosas parecidas son inútiles. El que se mete con dos ametralladoras a una discoteca para dispararles a desconocidos–y en esa medida, inocentes–hace tiempo sabe que lo que va a hacer está por fuera del marco legal. Y no le importa.
Hablar de “mejorar la inteligencia (léase: espionaje) sobre civiles” tampoco ayuda. Una estadística reciente habla de que los servicios de inteligencia franceses están siguiendo los pasos a más de 9700 personas. ¿De verdad creemos que el Estado puede vigilar a un número infinito de ciudadanos? ¿Es eso posible y sobre todo: deseable? ¿Qué pasa si Usted empieza a ser investigado simplemente porque tiene un amigo árabe?
Hablar de que “estamos en una sociedad democrática” no calma los mares. ¿Cuántos actos terroristas recuerda Usted, en los últimos años, sucedidos en Corea del Norte, China continental, o Cuba? Los actos terroristas se dan más bien en las democracias, y quizás haya una razón para ello: es en las democracias en donde ha prosperado a mayor velocidad y profundidad la dictadura del relativismo, que, como vemos, no admite disidencias. Además, aquí vale de nuevo lo de las leyes y códigos: el terrorista ya sabe que está obrando en contra y al margen de la ley y de la mayoría; de hecho, su acto desesperado es un modo de gritarle a la mayoría: “¡No pudisteis conmigo!“
La verdadera respuesta tiene que venir de otro tipo de sosiego. El mar interior no se sosiega con imposiciones de tolerancia light, ni con revanchas absurdas nacidas de prejuicios históricos, ni con millones de cámaras de CCTV. Y el problema es el mar interior porque ya hemos visto que todo empieza cuando la indignación, de algún modo explicable y en alguna medida razonable de alguien, queda aplastada por la imposición de otros.
Eso significa que en esto, como en tantas otras cosas, está en lo correcto Benedicto XVI cuando afirma de la necesidad de recuperar la capacidad de hablar con razones. La intransigencia de quien quiere imponer, por ejemplo, su ideología de género es la ola que genera el valle, y a mayor imposición más actos de terror, repito: no es algo que yo quiera; no es algo que yo respalde; es una ley estadística. Ayer, en Orlando (Florida) mañana… la ola estallará en alguna otra parte. Y no puedes controlar y vigilar a todos los ciudadanos, todas las horas, en todos los lugares.
Es casi gracioso que la gente crea que todo o mucho se arregla con quitar las armas de fuego. ¿No habrán oído que existen otras cosas que se llaman aviones, y que pueden estrellarse contra torres? Lo que quiero decir es: la ola estallará, con pistolas, con metrallas o con bombas, o con lo que sea. La solución no es tan simple. Los terroristas no son tan tontos.
Hablar razonablemente… un arte casi sepultado, y no por casualidad. Los que impulsan ideologías y lobbies no quieren razones porque las razones no ayudan su causa. Cuando una persona es capaz de decir, por ejemplo, que el feto que lleva una madre es un ser vivo pero no un ser humano, el ridículo es mayúsculo. Para no caer en él, nada mejor que escupir tres o cuatro blasfemias a ver si así logran intimidarlo a uno. Pero que Usted me grite “¡Homófobo!” ayuda tanto como que yo le grite “¡Depravado!” Así que dejemos los gritos, y aprendamos, re-aprendamos, el arte y ciencia de presentar razones, argumentos, sin insultos, sin burlas, sin descalificaciones previas.
Puede parecer que el camino de la conversación razonable y civilizada es largo pero la alternativa, según lo expuesto, son más tragedias… y más discursos vacíos.