Vivió la revolución sexual en los 70 y deplora sus frutos
FUENTE: RELIGIÓN EN LIBERTAD
El siguiente artículo, a pesar de que parte de un tema doloroso para la humanidad como lo es la deshumanización de la persona por la liberación sexual, cierra con una hermosa reflexión del ser MUJER y el don inapreciable que le fue dado…
Deborah Savage es profesora de Filosofía y Teología en el St. Paul Seminary School of Divinity de la University of St. Thomas en St. Paul (Minnesota), y profesora asociada en el Veritas Center for Ethics in Public Life en la Franciscan University de Steubenville (Ohio).
En un reciente artículo en First Things relató su experiencia personal en los inicios de la revolución sexual, que vivió en su epicentro, las universidades californianas, y las consecuencias palpables medio siglo después. Lo reproducimos a continuación como una reflexión sumamente interesante sobre el impacto del llamado «sexo libre» en la psicología masculina y femenina y en sus relaciones mutuas (los ladillos son de ReL):
El planteamiento de Deborah Savage sobre la revolución sexual de los 60 y 70 aúna la experiencia de haber vivido el despertar de esa época con un análisis muy profundo de sus consecuencias a corto plazo para sus protagonistas, y a medio y largo plazo para la sociedad entera.
REFLEXIONES SOBRE LA REVOLUCIÓN
Nací en San Francisco y fui a una universidad que estaba a una hora de distancia en coche del famoso distrito de Haight-Ashbury. Esto hizo que estuviera en primera línea cuando empezó lo que ahora llamamos «revolución sexual». Observaba mientras las jóvenes a mi alrededor se abandonaban al desenfreno. Sólo más tarde supe que los jóvenes con más experiencia que formaban fila para mirar a las estudiantes de primer año cuando llegaban al campus de la universidad estaban, en realidad, compitiendo entre ellos, poniendo «muescas» en sus cinturones (en los que literalmente hacían agujeros para llevar la cuenta) y apostando sobre quién ganaría la competición.
Pero no era un juego. Desde luego, no lo era para mí ni para las jóvenes de mi alrededor. Habíamos empezado la vida universitaria llenas de esperanza; para muchas, esta esperanza se desvaneció en los encuentros sexuales sin amor. A pesar de que la transformación cultural que tuvo lugar en esa época se considera liberadora, ahora sé que esos hechos fueron el principio de un nuevo tipo de servidumbre.
La rendición y el llanto
La primera señal de que una de mis compañeras de habitación «lo había hecho» era, a menudo, el llanto del día después, seguido por el arrepentimiento vergonzoso cuando se daba cuenta de que el joven a quien se había entregado no tenía intención de volver a llamarla.
La segunda señal era la desesperación que invadía los dormitorios mientras esperábamos que a alguna de las jóvenes le llegara la menstruación. Cuando llegaba, normalmente había un ambiente festivo; cuando no, la joven desaparecía. El aborto a demanda, lo único que garantizaría la libertad sexual total, seguía sin estar a nuestro alcance.
Pero ya no tenía sentido decir «no» a los jóvenes dispuestos a satisfacer sus deseos; al menos, no tenía sentido para ellos. Aparentemente, la píldora había abierto la puerta al sexo sin consecuencias, aunque tú no la estuvieras tomando. O esto es lo que se decía.
La mayoría no sabía que bastaba con ir a la clínica universitaria para obtener esa mágica píldora anticonceptiva. Todo sucedía muy deprisa. Ir y pedir la píldora significaba admitir abiertamente que una estaba decidida a «hacerlo» de manera regular. Al principio, la decisión era difícil de tomar. Sin embargo, cada vez fue más evidente que ninguna quería tener un novio estable. Los hombres buscaban conquistas. Las mujeres se arriesgaban con cada cita; y cada cita las dejaba con la misma duda: ¿no? ¿sí? ¿no? Hasta que, al final, una a una, las mujeres, agotadas, se rendían.
Las bien adaptadas
Ahora bien, hubo mujeres que se adaptaron perfectamente a esta situación; de alguna manera habían aceptado fácilmente las nuevas reglas, a menudo ayudadas por sus hermanas mayores o por sus padres. Habían conseguido que el sexo fuera, para ellas, otra actividad recreativa más. Sin sentimiento de culpa o sin miedo, adaptaron sin problema su vestimenta y sus normas al estilo de vida basado en el sexo, las drogas y el rock ‘n’ roll. Nos fascinaban (u horrorizaban) al resto con historias de hazañas sexuales y «huidas por los pelos», mientras intentaban apañárselas en el complejo mundo de las múltiples parejas y los encuentros sexuales, con visitantes nocturnos inesperados… o la «otra mujer» enfadada.
De acuerdo con la época en la que vivían, algunas era claramente marxistas en su aspecto, ideólogas que intentaban alcanzar algún tipo de igualdad con los hombres. Otras simplemente se divertían y disfrutaban de su recién adquirida libertad.
Tengo que admitir que hubo días en los que envidiaba a estas mujeres, la vida parecía ser muy sencilla para ellas. Daban la impresión de despreocuparse totalmente por el futuro, de estar muy seguras de sí mismas en su sofisticación sin pretensiones. Intenté entrar en este tipo de personaje durante un tiempo, pero no estaba hecho para mí. Además, cada día tenía clase a las 8 de la mañana y a veces era la única en el aula.
Un rechazo instintivo
Aunque yo era católica, no sabía nada de la Humanae Vitae o de su enseñanza. Estaba en una universidad pública, y nunca se mencionó. No recuerdo a los sacerdotes del Newman Center mencionarla; ni recuerdo a mi párroco predicar sobre ella. Sabía lo que era el sexo, pero mi experiencia en la materia era más bien escasa. Lo que sí sabía seguro es que era muy difícil en esos días tener una cita a no ser que insinuaras que estabas dispuestas a «ir hasta el final».
Un joven me dijo, cuando le dejé claro que no lo haría: «De acuerdo, pero me gustaría saber la razón y más vale que sea buena». Recuerdo que entré en pánico cuando me di cuenta de que no estaba totalmente segura del motivo; no sabía cómo explicar mis razones de decir «no» a su petición de tener sexo conmigo. Era algo instintivo, para lo que no tenía una explicación racional. Pero estaba segura de que si le decía que era porque mi madre me había dicho que era mejor que esperara, no iba a colar. Después de todo, me había invitado a una buena cena.
Es una historia que se repitió de una manera u otra durante mis primeros años de universidad. Los hombres tal vez te pedían una cita, pero había un precio. Y si no estabas dispuesta a pagarlo, corrías el riesgo de ser tachada de provocadora, frígida o colgada.
Un joven persiguió a una íntima amiga mía durante todo un año. Ella estaba loca por él, pero resistió con tenacidad sus avances mientras intentaba, al mismo tiempo, mantener la relación. Él le prometió ardientemente que la amaba y que nunca la haría sufrir. Al final, ella sucumbió. Nunca volvió a hablar con él después de esa noche, excepto cuando él pasaba cerca de ella en el patio y la saludaba con la cabeza.
Confusión total
En realidad, es difícil decir ahora quién era el asaltante y quién la víctima en todo esto. Éramos todos jóvenes y, como toda la gente joven, nuestros lóbulos frontales no estaban totalmente desarrollados; nuestro juicio estaba, como era de esperar, mermado. El deseo natural de intimidad y afecto es un rasgo ineludible de la existencia humana; los jóvenes, hombres y mujeres, siempre han tenido la tendencia a confundir la atracción sexual con el amor. Es el motivo por el que normalmente necesitan la supervisión de un adulto.
Y así, al final del día, todos éramos cómplices. Y una vez que estamos de acuerdo en todo esto, nos damos cuenta de que no había otro lugar adonde ir excepto en el que nos encontramos ahora: un estado de total confusión sobre las relaciones humanas. Si hubiéramos dedicado un poco de tiempo a reflexionar sobre ello, tal vez nos hubiéramos dado cuenta de que todo esto era previsible.
Cuando, en los últimos tiempos, oigo rumores persistentes de que en los niveles más altos de la jerarquía eclesiástica hay un movimiento trabajando para «reexaminar» la enseñanza de la Humanae Vitae, no puedo creerlo. Al principio me burlaba de esta posibilidad. «¡Absurdo!», afirmé vehementemente a mis amigos y colegas. La Iglesia católica nunca cambiará la enseñanza, dije. No ahora, no después de décadas de reflexiones sobre la teología del cuerpo. No ahora, cuando el aborto se ha cobrado la vida de millones de niños inocentes. No ahora, cuando todos tienen claro que el Papa San Pablo VI fue un profeta de primer nivel.
Pero los rumores parecen ser verdad. Se ha creado el escenario para «volver a pensar» la Humanae Vitae.
Los datos del desastre
Es algo inexplicable a la luz de la clara demostración del daño que ha supuesto la revolución sexual. Nuestra cultura se está suicidando lentamente, y todo el mundo es consciente de ello.
Una ojeada superficial a los datos, recogidos la mayoría de ellos por personas que no están comprometidas con la enseñanza moral de la Iglesia, revela algunos hechos increíbles. El National Center for Health Statistics informa que los índices de natalidad en Estados Unidos fueron, en 2016, los más bajos de su historia: 62 nacimientos cada mil mujeres con edades comprendidas entre los 14 y los 44 años, un 1% por ciento menos respecto a 2015 y justo por debajo de la tasa de reemplazo después de tomar en cuenta la inmigración. El CDC [Center for Diseases Control and Prevention] informa que el aumento de las enfermedades de transmisión sexual es el más alto de todos los tiempos y hace un llamamiento para que se tomen medidas urgente con el fin de prevenir la transmisión. También según el CDC, cuatro de cada diez niños de los Estados Unidos nacen en hogares monoparentales; sólo uno cada cuatro niños tiene la presencia del padre en el hogar. Podríamos seguir así.
Los porqués del «no»
Con todo, aquí estamos. Es deseable una inversión de tendencia vistos los datos y ante la clara evidencia de que la mentalidad anticonceptiva que empapa nuestra cultura no ha llevado a la liberación prometida, sino a una situación en la que los hombres se sienten justificados a exigir sexo a las mujeres, que a su vez ya no se sienten preparadas para decir sencillamente «no». Incluso las mujeres que se pretendía liberar informan de lo que los economistas llaman «la paradoja del declive de la felicidad femenina». Cuando oí este análisis por primera vez, me reí con ganas. Déjenme decir que llamarlo «paradoja» es un tipo de error de categoría.
Sólo los animales tienen sexo sin pensarlo. Y es la mujer la que sabe, aunque sólo sea de manera imperfecta e inexpresada, el significado de su rechazo, a menudo instintivo. Las mujeres lo conocen por lo que es: un acto de autoconservación, una acción que simultáneamente salvaguarda la integridad personal del hombre y el poder sagrado de su unión. Porque es la castidad lo que lleva a una experiencia de eros propiamente humana, elevando la sexualidad animal natural de ambos por encima de un placer que busca solamente la gratificación, y llevándola al amor por lo bello y por el verdadero bien.
Gracias a las mujeres que dicen «no» los hombres tienen que enfrentarse a su deseo sexual, a menudo caótico. Sin este «no», los hombres son prisioneros de sus instintos; su desarrollo se paraliza; se les impide ser plenamente ellos mismos y acaban sumidos en una infancia perenne, guiados por su deseo de una gratificación inmediata, incapaces o reacios a crecer.
Pero la mujer reconoce la grandeza que el hombre tiene en potencia; de hecho, es su rechazo lo que lleva al hombre a ahondar sobre quién es él y quién quiere ser. Le exige forjar un deseo capaz de someterse a una vida de virtud heroica, vivida en actos continuos de sacrificio de sí mismo y devoción a la familia y al bien común. La modestia femenina permite que se exprese la diferencia sexual como rasgo de la vida humana en su plenitud. Demasiados hombres y mujeres buscan, en nuestra cultura, la felicidad en encuentros sexuales vacíos de propósito o significado humano, meros acoplamientos guiados por la lujuria o un deseo incomprendido de intimidad. El acto sexual ha sido reducido, dijo una vez Allan Bloom, «al hecho en sí mismo»
Aunque muchos lo ridiculizan como una mera represión sexual, el instinto de una mujer de negarse a los intentos sexuales de un hombre refleja una gran sabiduría arraigada en la profundidad de su ser. Es un conocimiento que se manifiesta en cada encuentro sexual, deseado o no.
Los hombres, sobre todo los hombres que buscan la virtud heroica característica de la auténtica masculinidad, lo entienden intelectualmente y pueden aprender a dominar sus apetitos. Pero deben ser llamados a realizar este esfuerzo, deben ser invitados a hacerlo.
Un hombre no puede comprender el significado pleno del acto sexual como lo hace una mujer, porque ella realiza un poder que sólo ella posee. Eran -y siguen siéndolo, lo admitan o no- las mujeres quienes comprendían lo que estaba en juego con su «sí» o su «no», mujeres que sentían, a menudo de una manera totalmente pre-verbal, algo sobre el sexo que es biológicamente desconocido para los hombres: es el propio ser de la mujer, junto a su capacidad de generar vida, lo que está sobre la mesa. Porque la verdad es que todo ser humano debe pasar por el vientre de la mujer para alcanzar su destino. Cada mujer tiene en sí misma, al menos potencialmente, el futuro de toda la humanidad. Es esta sabiduría inexpresada y oculta la que es objeto de burla por parte de quienes, incomprensiblemente, han conseguido el derecho a decirle a todos los demás lo que tienen que pensar.
La verdad, en el Génesis
Una atenta mirada al Génesis 3, 1-24 revela la verdad profunda que hay en el corazón de este estado de cosas. Tanto la Escritura como la experiencia humana certifican el hecho de que los efectos del pecado original se desarrollan de manera distinta en los hombres y en las mujeres.
El don que había sido entregado al hombre, ese conocimiento especial de la naturaleza del orden creado, se convierte de repente en su carga y ahora tiene que luchar contra la creación. Las cosas que nombra como propias en Génesis 2 ahora sólo producen su fruto con sufrimiento y un trabajo agotador. En lugar de ocupar el lugar seguro y estable del siervo de la creación de Dios, ahora tiene que luchar contra ella. Y al perder su relación natural con las cosas de la creación, también pierde de vista el don que la mujer era y es para él. Se olvida de lo que comprendió en cuanto la vio: que ella es «hueso de mis huesos y carne de mi carne», una persona, su igual en todos los aspectos. El hombre tiende a tratar todo, incluida la mujer, como objetos, convirtiendo así a la mujer en «algo» más que en «alguien». Ella es, para él, una «cosa» que tiene que ser dominada.
Eva, cuyo estatus especial como madre de toda la humanidad le da el derecho a tener un nombre, y cuya creación marca la entrada de la relación y de la comunidad en la historia humana, encuentra su propia individualidad y dignidad comprometidas. Su deseo será ahora para su «marido» a pesar de que él sólo desee «dominarla». Incluso sabiendo que la está utilizando. Incluso sabiendo que su unión tendrá como resultado el dolor del parto.
Es un relato que se ha repetido a lo largo de la historia. Sucede cada día en nuestra época, en los «rollos de una sola noche», en los encuentros sexuales estando borrachos en los campus universitarios, en el abuso doméstico, en la pornografía. Lo que nos ha sido otorgado a cada uno de nosotros como don, como talento, que en el hombre se refleja en su capacidad para utilizar de manera productiva los bienes de la creación y en la mujer en su infinita capacidad para acoger, ahora se ha invertido, reducido, distorsionado.
De haber tenido buenos maestros…
¡Cómo desearía que alguien me hubiera hablado claramente en los años 70 y me hubiera ayudado a darme cuenta del peligro que amenazaba a mi generación! ¿Dónde estaban entonces los sacerdotes, los pastores, los adultos? Estaban callados, temerosos de predicar o de hablar sobre ello, o estaban aplaudiendo desde la barrera, apesadumbrados de que esa revolución hubiera llegado demasiado tarde para ellos. Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora sobre mi cuerpo, mi dignidad como mujer, sobre el significado de un amor verdaderamente fecundo, ¡qué diferente hubiera sido mi vida, y la vida de innumerables mujeres jóvenes que llegaron a la mayoría de edad en esos años!
¿Y qué decir de los cientos de miles de mujeres jóvenes que luchan desde entonces -y que siguen luchando- para superar su natural modestia y su predisposición a declinar las pretensiones del hombres fuera de una relación de amor comprometida? Aunque muchas mujeres siguen esperando en secreto un «novio estable», muchas más están dispuestas a reemplazar ese instinto con una libido desenfrenada. Al haber aceptado por fin que lo que desean es sólo un mito romántico que asimilaron leyendo o viendo la historia de la Cenicienta cuando eran pequeñas, han cambiado y se han adaptado al tema de Frozen: «Déjalo ir… sin derechos, sin errores, sin reglas para mí».
Siguiendo las indicaciones de una comprensión distorsionada de la libertad, las mujeres parecen estar peligrosamente cerca de la «liberación» que se les prometió hace muchos años. Se ha necesitado un tiempo. Pero, ¿no deberíamos advertirles de que han caído en la trampa de la «Ilustración» de creer que lo único que importa es la autonomía individual?
¿No deberíamos ayudarlas a comprender el error inherente a la convicción moderna de que ser «libre» significa el «derecho» a ser libre, también, del deseo de una relación? ¿Realmente queremos que las mujeres acepten por fin que el aislamiento es la meta, que el compromiso es para los tontos y que los hijos son meramente una carga o una mercancía? Aunque en lo más hondo de su corazón lo que desee y busque es una relación estable, la mujer está ahora, por fin, dispuesta a aceptar que la libertad real significa el derecho a liberarse de su naturaleza. La libertad significa ser libre de rechazar algo que nos ha sido dado: el don de lo que realmente somos.
Un modelo de vida masculino e inmaduro
He aquí el problema. ¿Qué sucede si las mujeres, portadoras de vida, aceptan que el modo ideal de vivir es conformar sus vidas al modelo definido por los impulsos de chicos de 18 años? La mujer moderna sexualmente activa tal vez no comprenda dónde está el origen de su desconsuelo o amargura. Sin embargo, no es difícil de comprender cuál es. Porque, aunque sea políticamente incorrecto decirlo, la promiscuidad, la cultura del «rollo de una noche», los encuentros sexuales imprudentes, el sexo sin amor, todos estos factores, aunque ciertamente contribuyen sobre todo al declive de la masculinidad en nuestra cultura, son incluso más destructivos para la mujer.
El hombre está fundamentalmente orientado hacia el exterior; mira hacia afuera. Desde la forma de su cuerpo a los objetos que le atraen y los tipos de actividades que hace, siempre está de cara al mundo. Para él, el acto sexual en sí mismo está dirigido al exterior. Su semilla abandona literalmente su cuerpo; su implicación es momentánea.
Para la mujer no es así. La mirada de la mujer se dirige al interior. Sufre todo en el interior. En las mujeres, desde la forma de nuestro cuerpo hasta todo lo relacionado con el niño que somos capaces de llevar dentro de nosotras, todo es inmanente, todo está oculto. Es la vida interior la que atrae la atención de la mujer.
Para una mujer, el acto sexual es una invitación al hombre -o por lo menos, es un acuerdo- para que él entre en ella, en su ser más íntimo. La relación sexual es entrar en la parte más íntima de la mujer. Cuando no está acompañada por el amor y el compromiso, es un acto de latrocinio permanente de algo que no se puede recuperar. La mujer no se recupera cuando es utilizada por puro placer, no importa lo mucho que intente sentirse entera de nuevo, porque siempre mantendrá dentro de sí misma el recuerdo de haber sido penetrada y de lo que se perdió.
El modelo femenino
Es la mujer la que mantiene la unión de las dimensiones procreadora y unitiva de su cuerpo. De un modo silencioso y biológico, ella mantiene la verdad de lo que afirmaba San Juan Pablo II en Amor y Responsabilidad, a saber: que el acto sexual es la participación del hombre en la verdadera transmisión de la vida. Y porque esta transmisión viaja a lo largo del eje que une el cielo y la tierra, tiene la fuerza de la corriente eléctrica. Negar su naturaleza es como querer agarrar un cable de red. Acercarse demasiado sin la debida formación o la intención correcta es hacer que se produzca un cortocircuito. La sexualidad humana es el corazón de la esencia del hombre; por eso la serpiente nunca deja de entrometerse.
Es la mujer la que está arraigada en la tierra; ella es el equivalente a un disipador térmico. Ella comprende que en el acto sexual descubrirá su capacidad para entregarse. Sabe, en lo más profundo de sí misma, que es una entrega que debe ser radical, total, para que tenga un significado pleno, no sólo a los ojos de Dios, sino a los suyos propios. Y sabe que haciendo este don de sí misma al hombre que realmente la ama, le revela a él el don que él, a su vez, es. Al ofrecerse como don, y al aceptar el don de su amado, ilumina la esencia del amor conyugal. La mujer es la guardiana del don, la que lo custodia, pues sólo en su cuerpo los frutos de ese don -una nueva vida- arraigarán, crecerán y brotarán.
La mentalidad anticonceptiva es antifemenina
La mentalidad anticonceptiva que invade nuestra cultura es una afrenta a la dignidad de la mujer porque es una declaración que lo que ella es, en su ser más profundo, no es lo que se quiere, no es apreciado. La fertilidad de la mujer no es una enfermedad, no es un inconveniente. Es en el corazón de este don donde ella es para el mundo. Aunque una mujer no sea madre en el sentido físico, o en el espiritual, su infinita capacidad de entregarse al otro es un rasgo de lo que ella es. Es su tarea recordarnos que toda actividad humana debe ser ordenada hacia el desarrollo humano. Las mujeres tienen derechos porque son humanas, no porque son capaces de actuar como los hombres. Las mujeres no son hombres. Basta de intentar que sus cuerpos actúen como si lo fueran.
Si fracasamos en resistirnos a la revolución sexual, ¿cómo les explicaremos todo esto a nuestros hijos e hijas, a esos maravillosos dones a la humanidad que, con su hermosa inocencia, han confiado en nosotros, sus padres, sus sacerdotes, sus pastores, para que les guiemos a través de las procelosas aguas de la pubertad hasta llegar a una floreciente vida adulta? Sin la sabiduría de siglos para formarla y apoyarla, ¿cómo responderá mi amada hija cuando su instinto de conservación se despierte, cuando surja en ella el silencioso reconocimiento de que posee una dignidad fundamental que busca expresión y afirmación? ¿Cómo responderá cuando un joven le diga: «De acuerdo, pero me gustaría saber la razón y más vale que sea buena»?
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